miércoles, 23 de abril de 2014

Batalla de Curalaba (23 de diciembre de 1598): Del “Chile fértil” al “Flandes indiano” .




“Chile fértil, provincia señalada
En la región Antártica famosa,
De remotas naciones respetada,
Por fuerte, principal y poderosa.
La gente que produce es tan granada,
Tan soberbia, gallarda y belicosa,
Que no ha sido por rey jamás regida,
Ni a extranjero dominio sometida”.

Alonso de Ercilla y Zúñiga. La Araucana, Canto I.

“(…) haga saber a los mercaderes y gentes que se quisieren venir a avecindar [a Chile], que vengan, porque esta tierra es tal, que para poder vivir en ella y perpetuarse no la hay mejor en el mundo”.

Pedro de Valdivia, Carta al emperador Carlos V, 1545.

LOS ANTECEDENTES[1].
Lejos de esta verdadera idealización de Chile y sus habitantes, tanto Pedro de Valdivia como Alonso de Ercilla y todos aquellos que vivieron entre 1540 y 1600 en nuestro territorio, eran bastante conscientes de que éstas no eran más que lindas palabras. Chile, frontera sur del Imperio Español, era en términos de la época, tierra de guerra, ó más coloquialmente si se quiere, cementerio de españoles. Fuese un camposanto o no – desde el punto de vista de los reyes hispanos – este territorio debía ser sí o sí defendido por los vasallos de Su Majestad, ya que para 1600 los mapuches no eran los únicos enemigos del rey, sino que por entonces se sumaban ingleses, holandeses y franceses.

Los antecedentes de esta tierra no eran los mejores para la mentalidad señorial española imperante: mezquina en riquezas (oro y plata), era fértil para el desarrollo de la agricultura y la ganadería, cuestión que a los hispanos poco importaba, pero como la necesidad tiene cara de hereje igual se vivía de la tierra.
Paralelamente a esta situación de negación de la riqueza fácil que otros territorios más generosos en metales preciosos otorgaban – México, Perú – estaba el problema de la inseguridad constante del asentamiento español: desde 1541, casi todas las primaveras y veranos, el mal armado e improvisado ejército vecinal de encomenderos debía enfrentarse al ataque de las distintas comunidades mapuches. Así, purenes, ragcos, angoles, etc., atacaban los poblados hispanos (en las llamadas “malocas”), mientras que en respuesta los españoles atacaban las comunidades araucanas en los llamados “malones”.

Esta situación de constante intranquilidad, lejana a una paz duradera, que ya había costado la vida a un gobernador (Pedro de Valdivia en la batalla de Tucapel, diciembre de 1553) y a cientos de españoles, a más del casi exterminio de la presencia ibérica en Chile, venía siendo tema de frecuentes cartas e informes enviados al rey, en especial en los gobiernos de los dos últimos gobernadores previos a la batalla de Curalaba, esto es Alonso de Sotomayor (1583 – 1592) y Martín García Oñez de Loyola (1592 – 1598). Ambos pedían un ejército profesional, pagado y permanente. El rey dilató la medida, hasta demasiado tarde.

Martín García Oñez de Loyola (1549 – 1598), sobrino – nieto del fundador de la Compañía de Jesús, Ignacio (Iñigo) de Loyola, era vasco de nacimiento (de Azpeitía). Llegó a América a mediados del siglo XVI (Perú, 1568) quedándose al lado de los virreyes Francisco Álvarez de Toledo y García Hurtado de Mendoza. Se casó en Perú con la princesa inca Beatríz Clara Coya (1572) de cuyo matrimonio nació su hija Ana María (nacida en Concepción, Chile, en 1593). En 1592, Oñez fue designado como gobernador de Chile por el rey Felipe II “el prudente” (el mismo de la Armada Invencible [1588]). De este modo, y sin saberlo, ayudaría a cambiar para siempre la historia de Chile.

Una vez en su cargo, el gobernador de Chile trató de buscar una solución a la dilatada guerra de Chile – al decir de Alonso González de Nájera – pidiendo – como señalé – refuerzos económicos y bélicos al rey y al virrey del Perú con quien no se miraba bien. Como éstos no llegaban, Oñez decidió avanzar – imprudentemente – sobre territorio mapuche. Su primer acto inescrupuloso fue la fundación del fuerte, luego ciudad, de Santa Cruz de Oñez (1595), cerca de Millapoa, en el cruce de los río Biobío y Laja. Craso error. Los mapuches llanistas comenzaron a inquietarse. Según Alonso de Ovalle, jesuita, Oñez de Loyola había fundado previamente varios fuertes más pasando el Biobío, enfureciendo a los purenes, además de haber llevado a cabo otras tantas misiones de castigo contra los indígenas, quemándole sus siembras y rukas, confirmando así su declaración de guerra contra – particularmente – los purenes.

En respuesta, el verano de 1598, los purenes, liderados por Pelantaru, sitiaron el fuerte de Purén. Oñez, envió desde Angol refuerzos a cargo de un capitán de apellido Cortés, pero al llegar, los mapuches ya no estaban allí pues habían levantado el cerco a la ciudad. Tras esto, Oñez decidió ir a Purén, estuvo seis días allí y resolvió volver a Angol. Allí, recibió la noticia de un nuevo cerco a Purén, por lo cual decidió regresar en su ayuda. Fue una decisión fatal.

LA BATALLA DE CURALABA (23 DE DICIEMBRE DE 1598).
Curalaba (del map. piedra partida), es un sector rural cercano a la actual ciudad de Purén. Situada a mitad de camino entre la antigua Angol y la citada Purén, fue el lugar en el que una serie de acontecimientos aleatorios dieron pie a la batalla que casi terminó por exterminar la presencia hispana en el sur del Imperio de Felipe III (Felipe II había fallecido en octubre de 1598).

Oñez de Loyola, según Ovalle, realizó una visita fugaz a distintos puntos de la Frontera, especialmente a algunos presidios, tomando para ello cerca de 200 soldados, sin incluir su guardia (cuya cifra varía entre 30 y 55 capitanes) y entre 200 y 300 indios amigos. Una vez en Angol, angustiado por la situación que nuevamente vivía Purén (asediada), decidió partir hasta allá el 21 de diciembre con sólo su personal, además de sus vituallas de costumbre. No llevaba cañones, sólo las armas propias de la caballería y la infantería (cota de mallas, espadas, dagas, coracinas, picas o lanzas, y caballos). A mitad de camino le pilló la noche y decidió dormir junto a su tropa para descansar de un viaje de dos días particularmente cansador: los conas de Pelantaru nunca dejaron tranquilo a la hueste de Oñez, sin dejarlos dormir ni comer. El desgaste era evidente, y Morfeo hizo de las suyas.

Pelantaru, con 150 conas de a caballo según González de Nájera, con 200 según Ovalle, o con 400 según Diego de Rosales (que escribió en 1674), esperaron el momento oportuno: el amanecer.

Era el 23 de diciembre de 1598. Despuntando el alba, silenciosamente, los hombres del cacique mapuche atacaron. Alonso de Ovalle, quien escribía en 1646, nos relata este suceso:

No se puede dezir el ímpetu, con q los Indios embistieron, y la priessa, con que repartidos por los toldos, y pauellones, començaron a dar en ellos; a vnos cosían a lançadas con sus mesmas camas e estando durmiendo, otros al despertar con el ruido hallauan sobre su cabeza el duro golpe de la Macana, que les quitaua la vida; el que fue mas presto en su defensa, se leuantana ya en camissa para tomar sus armas, quando le atrauesauan de parte a parte, y dexauan tendido en el suelo ahogado en su mesma sangre; entre todos, el que mas quebró el coraçon, fue el gran Loyola, que despues de tantas hazañas, como las que hauia hecho en el Perú, en la prision, y muerte del Inga [Tupac Amaru], en que tuuo tan gran parte; y de las otras, con q hauia assombrado a Chile, no pudiendo valer alos suyos esta vez, ni valerse de ellos, estadose ya armado para salir asu defensa, llegó el enemigo, q andaua solicito en la busca, y lo traspaso de heridas, y quitó la vida, como lo hizo tabien a todos los demas Capitanes, y soldados, sin perdonarla ni a vn a tres religiosos de San Francisco, que eran el muy Reuerendo Padre Prouincial Fray Iuan de Tobar, Fray Miguel Rosillo su secretario, y el compañero lego Fray Melchor de Arteaga, que iuan a visitar su Prouincia; a todos los mataron; y cargando los despojos, se voluieron a su Puren cantando victoria, a celebrarla, como hemos visto otras veces; entre los suyos, con las fiestas, y regocijos, que asostumbran.

Alonso de Ovalle termina este apartado diciendo:

Este fue el trágico fin del gran Loyola, este el pago, que el mundo dio a sus alientos, no passo de aquí su fortuna; esta fue su triste suerte, y la que dexó a Chile tan incontables, y copiosas lagrimas, que hasta oy no puede enjugarlas (…).

El cuerpo de Martín García Oñez fue decapitado. Como era costumbre entre los mapuches desde tiempos inmemoriales, cuando un sujeto principal, o importante era derrotado, su cabeza era cortada, clavada en una pica y paseada frente al enemigo. Luego, el proceso ritual seguía con la cocción de dicha cabeza quedando sólo el cráneo, el cual era utilizado como trofeo y como vaso donde sólo los señores principales de la tierra (lonkos, tokis) podían beber mudai (chicha). El cráneo era conservado en la familia como símbolo de poder y de honor. En el caso del de Oñez de Loyola, sus despojos fueron recuperados sólo en la segunda mitad del siglo XVI.

CONSECUENCIAS INMEDIATAS, MEDIATAS Y A LARGO PLAZO.
La batalla de Curalaba (o sorpresa) tuvo consecuencias inmediatas. Según Diego de Rosales,

De los sesenta capitanes y soldados solo se escaparon tres, aunque mal heridos, y dos o tres indios amigos, que fué el uno a dar la nueva a la Imperial y el otro a Angol. De los tres fué uno un clerigo llamado Bartolomé Perez, criollo de la ciudad de Valdivia (…). El otro fué un capitan llamado Escalante, que estándole alenzeando le conoció un indio a quien avia hecho bien, y reconociendo a su bienhechor se puso a su lado y detuvo el impetu de los demas (…). Pero no duró mucho porque dentro de un mes le mataron en Puren (…). El otro fue Bernardo de Pereda (…).

Además, Rosales detalla el botín de guerra obtenido por las tropas de Pelantaru:

(…) alfombras, sobrecamas, colchas y tiendas de seda que avian quitado a los españoles, y sobre ellas los manteles y servilletas, sirviéndoles las viandas, no como antes solian en platos de palo y la bebida en jarros de lo mismo, que en su lengua llaman Malues, sino en platos y fuentes de plata, y la bebida en jarros y salvillas doradas de las muchas que avian quitado al Gobernador y los capitanes. Y vestidos sus indios de las galas, joyas y preseas de el Gobernador y demas españoles, y a caballo en los mexores caballos de los quinientos que les quitaron, hazian escaramuzas y ensayos de acometimientos contra los christianos, ostentando todas las riquezas del despojo.

A mediano plazo las consecuencias fueron más dramáticas: las ciudades de Santa Cruz de Oñez y Valdivia fueron destruidas. Tras un largo sitio, Villarrica también, donde murieron todos sus vecinos. Osorno fue despoblado, al igual que Imperial y Angol. Concepción sufrió la misma suerte. Los fuertes de Arauco, Cañete y Tucapel también fueron arrasados.

La solución mediata vino de mano del capitán Francisco del Campo, quien tras socorrer a los vecinos de Osorno y Angol (ordenando el despueble) debió enfrentarse a un nuevo problema: el desembarco “inglés” (en realidad holandés) de Baltasar de Cordés en Castro (1600). Eso por lo bajo.

Entre 1598 y 1602, la zona de la actual Araucanía, comprendiendo desde Chillán al sur, sufrió constantes embates de parte de las comunidades mapuches. Para el Imperio español esta situación era, sin duda preocupante, ya que se estaba homologando a lo que Diego de Rosales llamó el Flandes Indiano, una analogía con el difícil e insuperable conflicto que enfrentó a los hispanos con los protestantes en la Bélgica del siglo XVII y que terminó transformándose en una Guerra Europea (Guerra de los Treinta Años, 1618 – 1648).

En Chile, la gravedad del asunto aumentaba, toda vez que los holandeses y ya antes los ingleses habían tocado tierra en costas chilenas, el potencial riesgo de una invasión extranjera era posible.

Sin embargo, y a la vez, el gran imperio de Felipe III debió reconocer su derrota tras Curalaba: el territorio al sur del Biobío pasó a ser indígena durante algunos años en forma completa, más tarde las zonas de Carelmapu (1602) y Valdivia acogieron a chilotes y osorninos para repoblar dichas áreas. Osorno fue restablecido sólo a fines del siglo XVIII.

Por ende, y ante la evidencia, el nuevo gobernador nombrado por el rey, Alonso de Ribera Pareja y Zambrano llegado en febrero de 1601 pudo concretar lo que Sotomayor ni Oñez no: recibir un aporte monetario permanente (Real Situado), crear un ejército permanente, a sueldo y profesional (no vecinal), establecer una línea de fuertes a orillas del río Biobío (Chepe en la actual Concepción, San Pedro de la Paz, Santísima Trinidad frente a Santa Juana, Espíritu Santo del Catiray cerca de Santa Juana, Nacimiento, Jesús de Buenuraqui cerca de Rere, Santa Lucía de Yumbel, Negrete, entre otros), y esperar la oportunidad de avanzar lentamente hasta reconquistar las tierras al sur del mítico Butaleufú. Si hablamos en términos prácticos, dicha oportunidad sólo llegó en el siglo XIX, y se consolidó con la ocupación del territorio mapuche por parte del Estado de Chile entre 1881 y 1883. Por otra parte, Concepción, situada en la actual Penco, dejó se ser el centro de la gobernación, siendo desplazada por Santiago, tiempo desde el cual buena parte de la élite política y mercantil se asentó en nuestra actual región Metropolitana. La élite militar, en tanto, se quedó en Concepción.

Por último, y esto como una consecuencia a largo plazo: hubo mucha gente que logró sobrevivir a la crisis de 1598 – 1602. Esos sobrevivientes dejaron mucha descendencia entre nosotros, quizás nosotros mismos. Pero sólo como un ejemplo: ¿sabían ustedes que uno de los descendientes de Ana de Gormáz, mujer que huyó con su familia desde Angol en 1598 a la zona del Maule, fue Francisco Vidal Gormáz, el marino que dibujó los mapas de Puerto Montt en 1859? ¿O que pese a su horrible muerte, entre los descendientes del conquistador Mauricio Bravo de Naveda y Vásquez están el primer obispo de Puerto Montt don Alberto Rencoret Donoso, el fundador de Viña del Mar don José Francisco Vergara Echeverz, el ministro don Manuel Gerónimo Urmeneta García – Abello a quien Puerto Montt debe el nombre a una de sus calles principales y el ministro Gabriel Valdés Subercaseaux?

Y es que como me decía siempre un profesor: la Historia tiene una virtud fundamental: todo lo que una persona hace o vive (o muere) en un tiempo determinado tiene consecuencias infinitas en el futuro. Curalaba marcó un antes y después en el largo camino de la conformación de nuestra identidad mestiza, de nuestro militarismo colonial e incluso de nuestro centralismo contemporáneo. En fin, sin Curalaba la historia de Chile sencillamente no se entiende.




[1] © Carlos Eduardo Ibarra Rebolledo. Ponencia presentada el 15 de noviembre del 2013 en el marco del primer Ciclo de conferencias Grandes Batallas de la Historia, organizado por la carrera de Pedagogía de Enseñanza Media en Historia y Geografía de la Universidad San Sebastián sede Puerto Montt.