La
ciudad de Puerto Montt hacia fines de 1893, vivía atenta al comportamiento del
volcán Calbuco, toda vez que desde febrero de ese año seguía en franca
erupción, si bien la mayor parte de las localidades afectadas estaban cerca al
macizo. Sin embargo, el 29 de noviembre se desató una violenta erupción de
ceniza, lo que la hizo ascender por la fuerza de la misma, luego de lo cual
sobrevino el rápido descenso de la nube que se formó como consecuencia del
fenómeno, llegando a la capital de la provincia de Llanquihue, lo que generó
gran pavor entre la gente. Según Carlos Martin “de muchos ánimos,
principalmente de [las] mujeres, se apoderó el miedo. Y ya las calles quedaban
tan oscuras que los transeúntes no encontraban su camino, hasta el extremo que
unos tropezaban con otros o con los palos de los faroles, sucedía a menudo que
algunos perdían la vereda, otros chocaban con la pared de una casa”. Martin
continuaba describiendo que “ya la nube de polvo volcánico había alcanzado el
nivel de la tierra y del mar. Se deshizo en una lluvia silbadora, pesada,
aguda, punzante, dolorida, primero de piedras menuditas, después de arenilla,
al fin del polvo más fino que se puede imaginar. (…). Todo objeto estaba
cubierto por una capa de polvo ceniciento (…) como el polvo fino que cayó al
fin y que siguió cayendo en menor cantidad durante unos días más (…). Por
supuesto todos los techos estaban cubiertos de este polvo. (…) El mismo polvo
cubrió la ropa y pasaron semanas sin que se pudiera borrar sus restos, llenó
los bigotes de los hombres, el pelo de las mujeres, y era rebelde al lavado”.
Según este médico el fenómeno de oscuridad cubrió un radio máximo de 60
kilómetros hacia el oeste.
Durante
los meses que duró el evento, localidades como Ralún, Ensenada y La Poza fueron
despobladas, así como todos los sectores cercanos al río Petrohué y la ensenada
del Reloncaví, lugares que vieron destruidas sus cosechas y muerto su ganado.
Los bosques cercanos fueron quemados, es decir, hubo una gran destrucción en
áreas cercanas al gigante dormido.
En
cuanto al minucioso detalle de la destrucción generada por la erupción del
volcán, ello lo sabemos – por asombroso que parezca – gracias al testimonio de
varios que, arriesgando su vida e integridad física, realizaron peligrosas
expediciones cuando el volcán aún estaba haciendo erupción. De esas
expediciones podemos rescatar el testimonio del profesor alemán residente
entonces en Osorno Osvaldo Heinrich quien en compañía de tres colonos más llegó
hasta uno de los cráteres del volcán. Heinrich señaló respecto a ese momento en
particular: “de repente se abre delante de nosotros el cráter, y como
encantados quedamos parados para mirar las gruesas masas de vapor que salen sin
cesar de sus grietas”.
Hasta
noviembre de 1894 y fines de febrero de 1895, todavía se veían llamaradas en el
cráter y solfataras en la laderas del lado este, lo que Carlos Martin aseguraba
pues él mismo fue testigo de ello en una de las tantas expediciones que se
originaron como consecuencia de esta erupción. Hacia 1895 la erupción ya había
amainado completamente.
Afortunadamente
para nosotros, la mayor parte de las cenizas en las últimas erupciones del
Calbuco después de la de 1893 – 1895 han ido a parar a la cordillera pero,
paralelamente y en forma muy desafortunada, ha afectado a poblados y ciudades
de la hermana república Argentina, tal como lo vimos hace un par de años atrás
cuando hizo erupción el cordón Caulle (ladera del volcán Lonquimay) o cuando
hace 8 años hizo lo propio el Chaitén, lo que no quita que exista un área de
riesgo en las cercanías del Calbuco, sobre cuya base SERNAGEOMIN ha elaborado
mapas con el fin de dar a conocer dichas zonas.
No
está demás recordar que la naturaleza expresa su fuerza a través de lluvias,
vientos, terremotos, maremotos y erupciones volcánicas. Ninguna de esas
opciones es una excepción en nuestra angosta y larga faja de tierra. Válido es,
por lo tanto, recordar estos hechos ya que ello nos ayuda a concientizarnos en
torno a los peligros y riesgos que acompañan a estos fenómenos, información que
debe estar disponibles frente a una eventualidad eruptiva que, vale señalar,
solo la madre Tierra sabrá cuándo hará presente en nuestra vida cotidiana ya
que, nunca debemos olvidar que nuestro planeta no es una parte de una
naturaleza muerta sino que en realidad – según algunos geólogos – es un gran
ser vivo que actúa y se comporta con propia voluntad, impredecible y
poderosamente. Y aunque a nosotros nos resulte difícil de comprender, el
vulcanismo reúne dos condiciones ambivalentes: para nosotros es un evento
destructivo, desastroso y mortífero. Al contrario, para la naturaleza es un
evento constructivo, creativo e inevitable ya que a la vez que el movimiento de
placas tectónicas destruye las rocas que son absorbidas una bajo las otras
(subducción), los volcanes crean nuevos territorios, tanto en los continentes
como en el océano, por medio de la ceniza y la lava. Crea, en fin, nuevas
tierras, islas, lagos y tras varios años, hermosos paisajes que hoy nosotros
podemos disfrutar. De lo contrario, no tendríamos ni lago Llanquihue, ni lago
Todos los Santos, ni estero Reloncaví, ni lago Chapo, etc. verdaderas joyas de
nuestros paisajes locales. Aunque suene paradójico, y esto en perspectiva
geohistórica, a ellos también habría que darles las gracias por crear la tierra
donde hoy estamos viviendo.
©
Carlos Eduardo Ibarra Rebolledo
Magister en Historia mención Historia de Chile.
Docente Pedagogía de Enseñanza Media en Historia y Geografía, Universidad San Sebastián.