“Chile
fértil, provincia señalada
En
la región Antártica famosa,
De
remotas naciones respetada,
Por
fuerte, principal y poderosa.
La
gente que produce es tan granada,
Tan
soberbia, gallarda y belicosa,
Que
no ha sido por rey jamás regida,
Ni
a extranjero dominio sometida”.
Alonso de Ercilla y Zúñiga. La Araucana, Canto I.
“(…) haga saber a los mercaderes y gentes que
se quisieren venir a avecindar [a Chile], que vengan, porque esta tierra es
tal, que para poder vivir en ella y perpetuarse no la hay mejor en el mundo”.
Pedro de Valdivia, Carta al emperador Carlos V, 1545.
Lejos de esta verdadera idealización de
Chile y sus habitantes, tanto Pedro de Valdivia como Alonso de Ercilla y todos
aquellos que vivieron entre 1540 y 1600 en nuestro territorio, eran bastante
conscientes de que éstas no eran más que lindas palabras. Chile, frontera sur
del Imperio Español, era en términos de la época, tierra de guerra, ó más coloquialmente si se quiere, cementerio de españoles. Fuese un camposanto
o no – desde el punto de vista de los reyes hispanos – este territorio debía
ser sí o sí defendido por los vasallos de Su Majestad, ya que para 1600 los mapuches
no eran los únicos enemigos del rey, sino que por entonces se sumaban ingleses,
holandeses y franceses.
Los antecedentes de esta tierra no eran
los mejores para la mentalidad señorial española imperante: mezquina en
riquezas (oro y plata), era fértil para el desarrollo de la agricultura y la ganadería,
cuestión que a los hispanos poco importaba, pero como la necesidad tiene cara de hereje igual se vivía de la tierra.
Paralelamente a esta situación de
negación de la riqueza fácil que otros territorios más generosos en metales
preciosos otorgaban – México, Perú – estaba el problema de la inseguridad
constante del asentamiento español: desde 1541, casi todas las primaveras y
veranos, el mal armado e improvisado ejército vecinal de encomenderos debía
enfrentarse al ataque de las distintas comunidades mapuches. Así, purenes, ragcos, angoles, etc., atacaban
los poblados hispanos (en las llamadas “malocas”),
mientras que en respuesta los españoles atacaban las comunidades araucanas en
los llamados “malones”.
Esta situación de constante
intranquilidad, lejana a una paz duradera, que ya había costado la vida a un
gobernador (Pedro de Valdivia en la batalla de Tucapel, diciembre de 1553) y a
cientos de españoles, a más del casi exterminio de la presencia ibérica en
Chile, venía siendo tema de frecuentes cartas e informes enviados al rey, en
especial en los gobiernos de los dos últimos gobernadores previos a la batalla
de Curalaba, esto es Alonso de Sotomayor
(1583 – 1592) y Martín García Oñez de
Loyola (1592 – 1598). Ambos pedían un ejército
profesional, pagado y permanente. El rey dilató la medida, hasta demasiado
tarde.
Martín
García Oñez de Loyola (1549 – 1598), sobrino – nieto del fundador de
la Compañía de Jesús, Ignacio (Iñigo) de Loyola, era vasco de nacimiento (de
Azpeitía). Llegó a América a mediados del siglo XVI (Perú, 1568) quedándose al
lado de los virreyes Francisco Álvarez de Toledo y García Hurtado de Mendoza. Se
casó en Perú con la princesa inca Beatríz Clara Coya (1572) de cuyo matrimonio
nació su hija Ana María (nacida en
Concepción, Chile, en 1593). En 1592, Oñez fue designado como gobernador de
Chile por el rey Felipe II “el prudente”
(el mismo de la Armada Invencible [1588]). De este modo, y sin saberlo,
ayudaría a cambiar para siempre la historia de Chile.
Una vez en su cargo, el gobernador de
Chile trató de buscar una solución a la dilatada guerra de Chile – al decir de Alonso
González de Nájera – pidiendo – como señalé – refuerzos económicos y bélicos al
rey y al virrey del Perú con quien no se miraba bien. Como éstos no llegaban,
Oñez decidió avanzar – imprudentemente – sobre territorio mapuche. Su primer
acto inescrupuloso fue la fundación del fuerte, luego ciudad, de Santa Cruz de Oñez (1595), cerca de
Millapoa, en el cruce de los río Biobío y Laja. Craso error. Los mapuches llanistas comenzaron a inquietarse. Según
Alonso de Ovalle, jesuita, Oñez de Loyola había fundado previamente varios fuertes
más pasando el Biobío, enfureciendo a los purenes,
además de haber llevado a cabo otras tantas misiones de castigo contra los
indígenas, quemándole sus siembras y rukas, confirmando así su declaración de
guerra contra – particularmente – los purenes.
En respuesta, el verano de 1598, los purenes, liderados por Pelantaru,
sitiaron el fuerte de Purén. Oñez, envió desde Angol refuerzos a cargo de un
capitán de apellido Cortés, pero al llegar, los mapuches ya no estaban allí
pues habían levantado el cerco a la ciudad. Tras esto, Oñez decidió ir a Purén,
estuvo seis días allí y resolvió volver a Angol. Allí, recibió la noticia de un
nuevo cerco a Purén, por lo cual decidió regresar en su ayuda. Fue una decisión
fatal.
LA
BATALLA DE CURALABA (23 DE DICIEMBRE DE 1598).
Curalaba (del map. piedra partida), es un sector rural cercano a la actual ciudad de Purén.
Situada a mitad de camino entre la antigua Angol y la citada Purén, fue el
lugar en el que una serie de acontecimientos aleatorios dieron pie a la batalla
que casi terminó por exterminar la presencia hispana en el sur del Imperio de
Felipe III (Felipe II había fallecido en octubre de 1598).
Oñez de Loyola, según Ovalle, realizó
una visita fugaz a distintos puntos de la Frontera, especialmente a algunos
presidios, tomando para ello cerca de 200 soldados, sin incluir su guardia
(cuya cifra varía entre 30 y 55 capitanes) y entre 200 y 300 indios amigos. Una
vez en Angol, angustiado por la situación que nuevamente vivía Purén (asediada),
decidió partir hasta allá el 21 de diciembre con sólo su personal, además de sus vituallas de costumbre. No llevaba
cañones, sólo las armas propias de la caballería y la infantería (cota de
mallas, espadas, dagas, coracinas, picas o lanzas, y caballos). A mitad de
camino le pilló la noche y decidió dormir junto a su tropa para descansar de un
viaje de dos días particularmente cansador: los conas de Pelantaru nunca
dejaron tranquilo a la hueste de Oñez, sin dejarlos dormir ni comer. El
desgaste era evidente, y Morfeo hizo de las suyas.
Pelantaru, con 150 conas de a caballo según
González de Nájera, con 200 según Ovalle, o con 400 según Diego de Rosales (que
escribió en 1674), esperaron el momento oportuno: el amanecer.
Era el 23 de diciembre de 1598.
Despuntando el alba, silenciosamente, los hombres del cacique mapuche atacaron.
Alonso de Ovalle, quien escribía en 1646, nos relata este suceso:
No se puede dezir el ímpetu, con q los Indios
embistieron, y la priessa, con que repartidos por los toldos, y pauellones,
començaron a dar en ellos; a vnos cosían a lançadas con sus mesmas camas e
estando durmiendo, otros al despertar con el ruido hallauan sobre su cabeza el
duro golpe de la Macana, que les quitaua la vida; el que fue mas presto en su
defensa, se leuantana ya en camissa para tomar sus armas, quando le atrauesauan
de parte a parte, y dexauan tendido en el suelo ahogado en su mesma sangre;
entre todos, el que mas quebró el coraçon, fue el gran Loyola, que despues de
tantas hazañas, como las que hauia hecho en el Perú, en la prision, y muerte
del Inga [Tupac Amaru], en que tuuo tan gran parte; y de las otras, con q hauia
assombrado a Chile, no pudiendo valer alos suyos esta vez, ni valerse de ellos,
estadose ya armado para salir asu defensa, llegó el enemigo, q andaua solicito
en la busca, y lo traspaso de heridas, y quitó la vida, como lo hizo tabien a
todos los demas Capitanes, y soldados, sin perdonarla ni a vn a tres religiosos
de San Francisco, que eran el muy Reuerendo Padre Prouincial Fray Iuan de
Tobar, Fray Miguel Rosillo su secretario, y el compañero lego Fray Melchor de
Arteaga, que iuan a visitar su Prouincia; a todos los mataron; y cargando los
despojos, se voluieron a su Puren cantando victoria, a celebrarla, como hemos
visto otras veces; entre los suyos, con las fiestas, y regocijos, que
asostumbran.
Alonso de Ovalle termina este apartado
diciendo:
Este fue el trágico fin del gran Loyola, este
el pago, que el mundo dio a sus alientos, no passo de aquí su fortuna; esta fue
su triste suerte, y la que dexó a Chile tan incontables, y copiosas lagrimas,
que hasta oy no puede enjugarlas (…).
El cuerpo de Martín García Oñez fue
decapitado. Como era costumbre entre los mapuches desde tiempos inmemoriales,
cuando un sujeto principal, o importante era derrotado, su cabeza era cortada, clavada
en una pica y paseada frente al enemigo. Luego, el proceso ritual seguía con la
cocción de dicha cabeza quedando sólo el cráneo, el cual era utilizado como
trofeo y como vaso donde sólo los señores principales de la tierra (lonkos,
tokis) podían beber mudai (chicha).
El cráneo era conservado en la familia como símbolo de poder y de honor. En el
caso del de Oñez de Loyola, sus despojos fueron recuperados sólo en la segunda
mitad del siglo XVI.
CONSECUENCIAS
INMEDIATAS, MEDIATAS Y A LARGO PLAZO.
La batalla de Curalaba (o sorpresa) tuvo
consecuencias inmediatas. Según Diego de Rosales,
De los sesenta
capitanes y soldados solo se
escaparon tres, aunque mal heridos, y
dos o tres indios amigos, que fué el uno a dar la nueva a la Imperial y el
otro a Angol. De los tres fué uno un clerigo llamado Bartolomé Perez, criollo
de la ciudad de Valdivia (…). El otro fué un capitan llamado Escalante, que estándole
alenzeando le conoció un indio a quien avia hecho bien, y reconociendo a su
bienhechor se puso a su lado y detuvo el impetu de los demas (…). Pero no duró
mucho porque dentro de un mes le mataron en Puren (…). El otro fue Bernardo de
Pereda (…).
Además, Rosales detalla el botín de
guerra obtenido por las tropas de Pelantaru:
(…) alfombras,
sobrecamas, colchas y tiendas de seda que avian quitado a los españoles, y
sobre ellas los manteles y servilletas,
sirviéndoles las viandas, no como antes solian en platos de palo y la bebida en
jarros de lo mismo, que en su lengua llaman Malues, sino en platos y fuentes de plata, y la bebida
en jarros y salvillas doradas de las
muchas que avian quitado al Gobernador y los capitanes. Y vestidos sus indios
de las galas, joyas y preseas de el
Gobernador y demas españoles, y a caballo en los mexores caballos de los quinientos que les quitaron, hazian
escaramuzas y ensayos de acometimientos contra los christianos, ostentando
todas las riquezas del despojo.
A mediano plazo las consecuencias fueron
más dramáticas: las ciudades de Santa Cruz de Oñez y Valdivia fueron
destruidas. Tras un largo sitio, Villarrica también, donde murieron todos sus
vecinos. Osorno fue despoblado, al igual que Imperial y Angol. Concepción sufrió
la misma suerte. Los fuertes de Arauco, Cañete y Tucapel también fueron
arrasados.
La solución mediata vino de mano del
capitán Francisco del Campo, quien tras socorrer a los vecinos de Osorno y
Angol (ordenando el despueble) debió enfrentarse a un nuevo problema: el
desembarco “inglés” (en realidad holandés) de Baltasar de Cordés en Castro
(1600). Eso por lo bajo.
Entre 1598 y 1602, la zona de la actual
Araucanía, comprendiendo desde Chillán al sur, sufrió constantes embates de
parte de las comunidades mapuches. Para el Imperio español esta situación era,
sin duda preocupante, ya que se estaba homologando a lo que Diego de Rosales
llamó el Flandes Indiano, una analogía con el difícil e insuperable conflicto
que enfrentó a los hispanos con los protestantes en la Bélgica del siglo XVII y
que terminó transformándose en una Guerra Europea (Guerra de los Treinta Años,
1618 – 1648).
En Chile, la gravedad del asunto
aumentaba, toda vez que los holandeses y ya antes los ingleses habían tocado
tierra en costas chilenas, el potencial riesgo de una invasión extranjera era
posible.
Sin embargo, y a la vez, el gran imperio
de Felipe III debió reconocer su derrota tras Curalaba: el territorio al sur
del Biobío pasó a ser indígena durante algunos años en forma completa, más
tarde las zonas de Carelmapu (1602) y Valdivia acogieron a chilotes y osorninos
para repoblar dichas áreas. Osorno fue restablecido sólo a fines del siglo
XVIII.
Por ende, y ante la evidencia, el nuevo
gobernador nombrado por el rey, Alonso de Ribera Pareja y Zambrano llegado en febrero
de 1601 pudo concretar lo que Sotomayor ni Oñez no: recibir un aporte monetario
permanente (Real Situado), crear un ejército permanente, a sueldo y profesional
(no vecinal), establecer una línea de fuertes a orillas del río Biobío (Chepe
en la actual Concepción, San Pedro de la Paz, Santísima Trinidad frente a Santa
Juana, Espíritu Santo del Catiray cerca de Santa Juana, Nacimiento, Jesús de
Buenuraqui cerca de Rere, Santa Lucía de Yumbel, Negrete, entre otros), y esperar
la oportunidad de avanzar lentamente hasta reconquistar las tierras al sur del
mítico Butaleufú. Si hablamos en
términos prácticos, dicha oportunidad sólo llegó en el siglo XIX, y se
consolidó con la ocupación del territorio mapuche por parte del Estado de Chile
entre 1881 y 1883. Por otra parte, Concepción, situada en la actual Penco, dejó
se ser el centro de la gobernación, siendo desplazada por Santiago, tiempo
desde el cual buena parte de la élite política y mercantil se asentó en nuestra
actual región Metropolitana. La élite militar, en tanto, se quedó en
Concepción.
Por último, y esto como una consecuencia
a largo plazo: hubo mucha gente que logró sobrevivir a la crisis de 1598 –
1602. Esos sobrevivientes dejaron mucha descendencia entre nosotros, quizás
nosotros mismos. Pero sólo como un ejemplo: ¿sabían ustedes que uno de los
descendientes de Ana de Gormáz,
mujer que huyó con su familia desde Angol en 1598 a la zona del Maule, fue Francisco Vidal Gormáz, el marino que
dibujó los mapas de Puerto Montt en 1859? ¿O que pese a su horrible muerte,
entre los descendientes del conquistador Mauricio
Bravo de Naveda y Vásquez están el primer obispo de Puerto Montt don Alberto Rencoret Donoso, el fundador de
Viña del Mar don José Francisco Vergara Echeverz,
el ministro don Manuel Gerónimo Urmeneta
García – Abello a quien Puerto Montt debe el nombre a una de sus calles
principales y el ministro Gabriel Valdés
Subercaseaux?
Y es que como me decía siempre un
profesor: la Historia tiene una virtud fundamental: todo lo que una persona
hace o vive (o muere) en un tiempo determinado tiene consecuencias infinitas en
el futuro. Curalaba marcó un antes y después en el largo camino de la
conformación de nuestra identidad mestiza, de nuestro militarismo colonial e
incluso de nuestro centralismo contemporáneo. En fin, sin Curalaba la historia
de Chile sencillamente no se entiende.