CON NOMBRE Y APELLIDO: FAMILIAS Y FRONTERA PENQUISTA.
Para nadie es un misterio que Concepción es una de
las tantas ciudades dentro de un pasado ligado a la Frontera, nombre que se ha
dado a nuestro territorio como una forma de perpetuar la existencia de una
realidad cultural alterna a la de otros centros urbanos y/o zonas geográficas
de Chile, sobre todo haciendo alusión a nuestro pasado bélico y a la
diferenciación que se quiso hacer entre el mundo hispano versus el área
dominada por los araucanos (llamados mapuches desde fines del siglo XIX), y más
tarde durante los albores de la república, diferenciándolo entre el área donde
vivían los chilenos versus lo habitado por los indígenas.
En ese contexto, en épocas de la Conquista y la
Colonia, una de los modos de diferenciación respecto del mundo aborigen por parte
de los españoles y sus descendientes (criollos) fue hacer gala y ostentación de
uno de nuestros únicos “bienes propios”: el apellido. Por tradición, los
españoles – particularmente dentro del concierto de la Europa de la Edad
Moderna – fue el reino donde se dio más importancia a esta cuestión, lo que ha
quedado en el inconsciente colectivo, algo que el padre Gabriel Guarda llamó el
prurito nobiliario.
“Que trata sobre los orígenes de los apellidos…”
Los apellidos surgen en Europa (España incluida) entre
los siglos XII y XIII de nuestra era, por la necesidad de identificar a
individuos que tenían el mismo nombre propio, por ejemplo, Gonzalo, Enrique,
Pero (Pedro), Sancho, etc. De esta situación nacen los apellidos patronímicos,
es decir, que su raíz es un nombre propio (de pater = padre). Así, Gonzalo derivó en González (“hijo de
Gonzalo”), Enrique en Enríquez, Pero en Pérez, Sancho en Sánchez, etc. Del
mismo modo, surgieron apellidos ligados a oficios (Herrero/a; Zapatero;
Cantero, etc.), partes o características del cuerpo humano (Oreja, Cabeza,
Rubio, Delgado, etc.), accidentes geográficos (Valle, del Río, Montaña, etc.),
cuestión que fue común denominador en otros idiomas; por ejemplo: Rivera en
castellano, Ribeira en gallego, Ribera en catalán, es lo mismo que Ibarra en
vasco, pues hace alusión a lo mismo: una ribera de río. Con el descubrimiento
de América (1492) y la consecuente migración hispana a nuestro continente, esta
tradición pasó a este lado del Atlántico, incluyendo en ella a los escudos de
armas que los identificaban.
Aquí cabe hacer una acotación importante: suele
decirse (y ofrecerse comercialmente el día de hoy) un escudo de armas ligado a
un apellido. La verdad es que, si bien hay escudos para casi todos ellos, esto
no implica que el que aparezca dibujado en un libro o en internet sea el suyo o
el mío: es el de una familia, generalmente de origen noble (a veces o no), que
recibió el escudo en merced (“regalo”) de parte del rey o del señor feudal como
un símbolo que lo identificara socialmente. La pregunta es: ¿desciende usted de
esa familia que tiene ese escudo? Si bien en tiempos donde surgieron los escudos de armas estos fueron manufacturados por familias de todos los estratos sociales, con el tiempo esta labor quedó reservada a la nobleza. De cualquier modo, para llegar a saber si corresponde a una familia debe
realizarse, sí o sí, una investigación genealógica, esto es, averiguar el nombre y procedencia
de sus ascendientes (ancestros), y recién ahí comprobar si existe algún nexo
con el escudo de armas. Por ende, que no le pasen gato por liebre. En esta
labor ayuda mucho en Chile lo hecho por la Iglesia de los Santos de los Últimos
Días (“mormones”) que han digitalizado mucho material (www.familysearch.org). Ellos tienen
microfilmados los libros donde parroquiales donde se registraron los tres
eventos vitales manejados por la Iglesia Católica: bautismo, casamiento y
sepultación (entierros). Igualmente, existen sitios web de grupos dedicados
seriamente a la investigación genealógica, caso de chilegenea (de Yahoo!
Groups), y otros que ya tienen una buena base de datos disponible on line (www.genealog.cl;
www.genealogiachilenaenred.cl).
Escudo del I Marqués de Taracena, el capitán don Carlos de Ibarra y Barresi (1587 - 1637), que, pese al alcance de nombre, nada tiene que ver con el autor de este artículo. |
El caso de los apellidos en Chile.
Como bien es sabido, en Chile el apellido más común
es González. Pero una cosa es decilo y otra comprobarlo. El patronímico
González, encabeza la lista de los 15.041 cognómenes que existen en nuestro
país (al 2011). En una estadística elaborada por el Servicio de Registro Civil
e Identificación (2008), los González eran 741.388 personas, seguidas por los
Muñoz (578.673), Rojas (413.897), Díaz (410.802) y Pérez (326.867), cifras
bastante confiables si consideramos que la base de datos de la cual salió la
información contaba con una “muestra” de 15.208.580 de individuos. Cabe señalar
que según cálculos de la misma institución 8.208.975 personas se han inscrito
con el apellido González desde 1885 – fecha de creación de esta repartición
estatal – hasta el 2011.
Los apellidos de la zona penquista.
Según un estudio de la misma institución (2011) en
base a los nacimientos inscritos ese año, en la región del Biobío hubo 478
Muñoz, 331 González y 102 Sepúlveda, seguido por 215 Jara, y 204 Riquelme. Por
extensión, se determina que éstas son las familias más numerosas en Concepción,
capital regional.
De los González
y su historia, podemos decir que existen varias ramas de este apellido. Según
el sitio web www.genealog.cl, administrado
por Mauricio Pilleux, a nuestra zona llegaron los González de Rivera (remontada
al siglo XVII) y los González de las Barreras (siglo XVII) ésta última oriunda
de Tortosa (Cataluña) contando entre sus descendientes a algunos diputados,
ministros de Estado e importantes hacendados, todos los cuales enlazaron por
matrimonio con otros clanes de igual situación socioeconómica tales como los Urrejola,
los Urrutia Mendiburu, y los Martínez de Rozas, entre otros, contando con numerosa
sucesión. Como la familia en sí es tan grande, determinar algún grado de
parentesco de los lectores de este artículo con estas dos familias dependerá de
una investigación.
Entre los Muñoz
de Concepción, está Francisco Muñoz de Torre, madrileño de Ranera, Guadalajara,
y quien llegó en 1692 con el Oidor (integrante de la Real Audiencia) Diego de
Zúñiga. De este Muñoz descienden los Marqueses de Bella Vista. Falleció en
Concepción cuando la ciudad estaba sita en Penco.
Escudo en piedra de una familia de apellido González en España que fue beneficiada con la confección de dicho escudo. |
Los Sepúlveda
de la zona, descienden de la familia de origen sevillano Leiva Sepúlveda,
afincada en Chillán y ramificada en la región. Llegado en 1583, Antonio de
Leiva Sepúlveda es considerado el antecedente más antiguo de este apellido en
Chile, aunque claro está, no es el fundador de todas las familias Sepúlveda del
país ni de la zona. Estos Sepúlveda han aportado con miembros en el ejército,
la Corte Suprema, religiosas, entre otras actividades.
En cuanto a los Jara,
las familias más antiguas de este apellido en la zona se remontan al siglo
XVII, liderados por don Francisco Martínez de la Jara Villaseñor de una parte,
y la descendencia de Domingo de la Jara González de la Rivera por otra. Entre ellos
hubo soldados, diputados, comerciantes, entre otros oficios.
Por último, en este breve resumen, ha de
mencionarse a la importante familia de los Riquelme,
cuyos orígenes nos hacen viajar a la Sevilla del siglo XVI, con la llegada de
Francisco Riquelme de la Barrera a Chile, y quien se asentó en Chillán. Entre
sus descendientes está María Isabel Riquelme Meza, madre de Bernardo O’Higgins,
prócer de nuestra independencia.
Los apellidos araucanos.
En el caso de los apellidos mapuches existe una
gran particularidad: la vigencia de ellos es muy reciente (tanto como la
segunda mitad del siglo XX en muchos casos). Los araucanos no tenían la
concepción de “apellidos” que traían consigo los españoles, sino que daban un nombre
propio a las personas de acuerdo con características que se atribuían al
individuo que lo poseía. Por ejemplo: Millacura, “piedra dorada”; Huenchumán,
“hombre cóndor”; Villacura, “serpiente de piedra”. Hoy nos suenan a “apellidos”,
pero en su origen no lo eran: fueron la Corona de España así como, más tarde,
el Estado de Chile quienes exigieron que pasaran a ser apellidos colocándole
antes nombres “cristianos” a los indígenas. El caso es interesante pues cada
vez más entre los araucanos se tiene conciencia de la importancia de conocer qué
quisieron decir sus ancestros al ponerle ese nombre y, más tarde, se ha
valorado la fuerza que implica poseer tal o cual apellido.
El aporte extranjero.
Si bien estos apellidos y familias referidas son
las más importantes, cabe señalar que en muchos casos ello no es indicativo de
un parentesco directo con los ciudadanos “comunes” (esto es, que no pertenecen
a la élite, endogámicamente cerrada). Las continuas oleadas migratorias de un
territorio de fronteras abiertas como lo ha sido tradicionalmente Chile, ha
permitido que muchas familias de distintos países hayan llegado a vivir en
estas tierras desde el Viejo continente: españoles (durante el siglo XIX y XX),
alemanes, italianos, franceses, daneses, sirios, etc., han contribuido en ello;
mientras que desde nuestra América han migrado argentinos, peruanos,
colombianos, venezolanos, sobre todo en los últimos años, todos los cuales han
engrosado nuestra ya nutrida amplia gama de culturas en suelo patrio, lo que a
veces ha sido motivo de un innecesario descontento de nuestra parte, a veces
por creernos superiores dentro de nuestro subcontinente Latinoamericano, cuando
en realidad somos un crisol de etnias, como lo demostró un estudio reciente
(2014) señalando que los habitantes de la región del Biobío tenían – en
promedio – un componente genético de un 51% europeo, 45% indígena y 3%
africano, es decir, nuestro evidente mestizaje, presente en el 99% de nuestra
población, nos hace pensar que aquello que alguna vez pensaron nuestros
ancestros, eso de escudarse en el apellido para hacer distinción social, hoy no
debiera tener – pero, lamentablemente, la sigue teniendo – la misma vigencia
que hace dos siglos atrás. Pensemos en ellos como lo que fueron, el ejemplo que
podemos rescatar de su esfuerzo, de su trabajo por sacar adelante a sus
familias, no por haber obtenido o no un título nobiliario (que, por cierto,
tuvo y exigió méritos también); recordémoslos
con aprecio, admiremos sus logros, pues muchas veces nuestro padres, abuelos y
bisabuelos, que eran conocidos por sus nombres propios y apellidos, en muchos
casos también no son recordados por ellos, sino que por sus oficios (¡además de
los sobrenombres!), lo cual es muy lógico si pensamos que del trabajo que ellos
desarrollaron en vida lograron servirse muchas personas y, de este modo,
satisfacer alguna que otra necesidad, todo lo cual ha contribuido a la
formación de nuestra particular comunidad (común – unidad) que desde hace
siglos ha venido acogiendo a nuestras familias, la de los penquistas, bien
llamados también sujetos fronterizos.
(c) Carlos Eduardo Ibarra Rebolledo. Académico Pedagogía en Historia, Universidad
San Sebastián, sede Concepción.Una versión más breve de este trabajo fue publicada en La Estrella de Concepción el 16 de julio de 2016, p. 2.